sábado, 8 de noviembre de 2008

La etiqueta

Usted acaba de salir de su casa demasiado abrigado. Se ha dado cuenta de esto, apenas cruzó la puerta, cuando vio una pareja de enamorados tomados de la mano en ligeras mangas cortas. Cuando llegó a la esquina y cruzó hacia la vereda del sol, se hizo urgente la necesidad de quitarse algo de encima. El sweater gris, por otra parte, le estaba picando el cuello. Le había picado el cuello esta mañana, al levantarse, cuando se lo puso; incluso antes de vestirse, lo había mirado arrugado sobre el sillón ese que tiene junto a la cama, un sillón que es un despropósito porque nunca nadie se ha sentado en él y que cumple desde hace tiempo una tarea indigna, es cubierto constantemente con toda clase de objetos que no tienen donde descansar, y pensó entonces que cubrirse con el sweater sería un error.


Recordaba todavía el molesto picor de la etiqueta de la última vez pero aún así se lo puso, miró el vidrio empañado de la ventana y pensó que afuera debía haber mucho frío a pesar de los insistentes rayos de sol que desde hacía unas horas dibujaban un rectángulo perfecto en el piso de madera en donde el perro ese que no quiere (porque no se quieren el perro y usted, se necesitan y están condenados a estar juntos hasta que uno de los dos muera) desparramaba su ocio.


El perro se acostó y lo miró, usted en su cama y él en el piso, cada uno en su geométrico espacio. Luego salió usted de las sombras de sus sábanas y el perro comenzó a hacer la parodia de todas las mañanas, saltando a su alrededor y mordiendo con suavidad sus zapatos que todavía no habían despertado, y entonces pensó usted que tal vez sí se querían el perro y usted o tal vez el perro lo quería a usted y usted no le correspondía, o por el contrario usted lo quería a él y él no sabía lo que es querer, no estaba seguro, pero era más lógico pensar que quien no sabía querer era usted y que el perro ignoraba su falsa compañía, su silencioso desprecio.


Entonces abandonó este pensamiento que no lo llevaba a ninguna parte al mismo tiempo que el perro abandonaba el teatro absurdo que había emprendido para situarse de nuevo, cansado por la repentina alharaca, en el rectángulo de sol, pero esta vez no se ha tendido exactamente sobre él sino que ha dejado la mitad de su cuerpo en la madera fría, alterando la geometría del espacio como en un cuadro vanguardista y usted ha extendido su mano hacia el caos del sillón sin oficio y ha revuelto y sacado el sweater gris que le pica el cuello, lo ha sostenido en el aire unos momentos como si fuera un conejo, usted, mago, acaba de introducirlo al mundo de las luces, al orden de las cosas que entran en contacto con su cuerpo y el perro expectante, ha mirado el conejo unos instantes y el tiempo se ha suspendido justo lo suficiente para que usted decida que se pondrá el sweater de todas formas porque es abrigado y el vidrio está empañado y sobretodo, y esta es la verdadera razón, porque no tiene ganas de abrir la puerta del armario, animar con el ruido el repentino juego del perro que comenzará a saltar otra vez y abandonará el lugar que le corresponde, pensar en colores y formas y pasearse por la masa de lanas que lo espera dentro para sacar luego otro sweater que tal vez le pique como este o tenga otro defecto más condenable como algún agujero en un lugar demasiado visible o alguna mancha de café, porque usted suele, y este es un defecto del que no se curará nunca, echarse encima todo aquello que se lleva a la boca cuando está distraído.

Entonces el conejo es sacudido y si en verdad fuera un conejo gritaría de espanto pero como no lo es, se mantiene callado y es observado por la criatura desde el piso, y usted se lo pasa por el cuello lentamente como queriendo demorar ese instante poco dichoso en que todas sus sospechas serán confirmadas y entonces lo siente, punzante y pequeño, como miles de pestañas filosas clavándose en su nuca, la etiqueta que olvida cortar cada vez y que se está clavando de nuevo en su piel, mientras el perro que no lo quiere, como puede quererlo si desconoce el dolor al que usted está siendo sometido, la tortura que lo acompañará durante todo el día, se estira, acompañando los movimientos de la prenda sobre su piel, como si él también se uniera a la denigrante tarea de la etiqueta.

Usted no previó que el vidrio empañado de la ventana se debía a un excesivo calor en el interior de su cuarto y no al terrible frío que usted imaginaba, por eso agregó al insidioso sweater un saco negro, pesado y espeso que lo cubre sin porosidades y una boina que, siempre lo ha pensado, le da un aire elegante y sofisticado, como a esos hombres simples que esconden una fortuna en alguna parte y mientras, viven una vida ascética que los libra de sospechas excepto por ese detalle ignomioso que los delata a los ojos de los buenos observadores; claro está, usted no posee ninguna fortuna escondida en ninguna parte, a pesar de que nada le falta pero le gusta despertar sospechas acerca de sí mismo así que se acomoda la boina con delicadeza frente al espejo y sale a través de una explosión de saltos y gritos de ese perro hipócrita, que cumple con su deber de animal domesticado (los festejos correspondientes a las entradas y salidas son su tarea diaria y las cumple con precisión para no alterar el orden de su existencia).


Usted intenta no pisar a la criatura y toma sus llaves y cierra la puerta buscando algo en el bolsillo del saco no sin antes notar que el rectángulo de sol se ha desplazado con el correr del tiempo y se ha convertido casi en una línea pequeña de luz, fina e inútil para dar calor al grueso cuerpo del animal que si se posara ahora sobre él quedaría partido en dos secciones, dos sombras divididas por una gruesa línea caliente, como usted hace un rato cuando cruzó el umbral del sueño y se despertó agitado luego de otra noche colmada de pesadillas irreproducibles y se halló de nuevo en la quietud de su cuarto de siempre, rodeado de objetos inmóviles y de ese perro al que no quiere.


Usted podría jurar que en sus sueños había un automóvil y usted conducía huyendo hacia alguna parte o que alguien conducía un automóvil y usted estaba sentado detrás preguntándose adónde se dirigían, no puede confirmar ninguna de estas hipótesis mientras baja por el ascensor, los sueños se le deshilvanan y se le escapan dejándole esa sensación punzante que deja la arena en la punta de los dedos segundos antes de regresar a la playa.


Cuando usted cruzó el largo pasillo hace instantes se alegró de ser tan precavido mientras en sus oídos sonaba todavía el ruido del motor del sueño licuescente y subió el cuello tortuga del sweater o mas bien quiso justificar el dolor que estaba sintiendo con el frío de los mármoles que lo conducían a la calle pero al llegar a la puerta tuvo usted que borrar todos los pensamientos que estaba desarrollando ya que lo recibió un aire cálido y esa pareja de enamorados que pasó frente a usted sin notarlo tomados de la mano en mangas cortas.


Tuvo usted entonces un extraño pensamiento acerca de su perro quien desconocía lo que acaba usted de descubrir acerca del clima y pensó que si hubiera cariño entre ustedes tal vez lo llevaría a hacer su número de siempre a otra parte en vez de dejarlo luchando por esa porción de sol que ya a esta altura según sus cálculos debe ser sólo un reflejo en la pared, inútil para sus dimensiones, pero como no se quieren, usted está aquí, saliendo solo, demasiado abrigado para un día como hoy, con la etiqueta advirtiéndole lo mal que lo ha pensado todo desde que despertó, desde que cruzó esa línea de fuego tan diferente a ésta que cruza ahora para regresar a la vereda en penumbras, justo cuando un auto que usted, de eso está seguro, no conduce, un auto brillante como el rectángulo de sol esquivo de su cuarto, lo levanta en el aire como al conejo y usted siente esa sensación parecida a la felicidad, su cuerpo pesado suspendido por un instante para luego ser depositado con brusquedad en la sombra de la vereda opuesta, dispuesto boca abajo tal como debe estar su perro ahora, abandonado por el sol, esperando su vuelta.