miércoles, 10 de diciembre de 2008

Barracas

pared ladrillos
en cueros
niño
tormenta
flores amarillas
la mirada que me sigue sigue
la reja
lucha
lo oscuro
lo ciego
lo bello
miro

sábado, 8 de noviembre de 2008

La etiqueta

Usted acaba de salir de su casa demasiado abrigado. Se ha dado cuenta de esto, apenas cruzó la puerta, cuando vio una pareja de enamorados tomados de la mano en ligeras mangas cortas. Cuando llegó a la esquina y cruzó hacia la vereda del sol, se hizo urgente la necesidad de quitarse algo de encima. El sweater gris, por otra parte, le estaba picando el cuello. Le había picado el cuello esta mañana, al levantarse, cuando se lo puso; incluso antes de vestirse, lo había mirado arrugado sobre el sillón ese que tiene junto a la cama, un sillón que es un despropósito porque nunca nadie se ha sentado en él y que cumple desde hace tiempo una tarea indigna, es cubierto constantemente con toda clase de objetos que no tienen donde descansar, y pensó entonces que cubrirse con el sweater sería un error.


Recordaba todavía el molesto picor de la etiqueta de la última vez pero aún así se lo puso, miró el vidrio empañado de la ventana y pensó que afuera debía haber mucho frío a pesar de los insistentes rayos de sol que desde hacía unas horas dibujaban un rectángulo perfecto en el piso de madera en donde el perro ese que no quiere (porque no se quieren el perro y usted, se necesitan y están condenados a estar juntos hasta que uno de los dos muera) desparramaba su ocio.


El perro se acostó y lo miró, usted en su cama y él en el piso, cada uno en su geométrico espacio. Luego salió usted de las sombras de sus sábanas y el perro comenzó a hacer la parodia de todas las mañanas, saltando a su alrededor y mordiendo con suavidad sus zapatos que todavía no habían despertado, y entonces pensó usted que tal vez sí se querían el perro y usted o tal vez el perro lo quería a usted y usted no le correspondía, o por el contrario usted lo quería a él y él no sabía lo que es querer, no estaba seguro, pero era más lógico pensar que quien no sabía querer era usted y que el perro ignoraba su falsa compañía, su silencioso desprecio.


Entonces abandonó este pensamiento que no lo llevaba a ninguna parte al mismo tiempo que el perro abandonaba el teatro absurdo que había emprendido para situarse de nuevo, cansado por la repentina alharaca, en el rectángulo de sol, pero esta vez no se ha tendido exactamente sobre él sino que ha dejado la mitad de su cuerpo en la madera fría, alterando la geometría del espacio como en un cuadro vanguardista y usted ha extendido su mano hacia el caos del sillón sin oficio y ha revuelto y sacado el sweater gris que le pica el cuello, lo ha sostenido en el aire unos momentos como si fuera un conejo, usted, mago, acaba de introducirlo al mundo de las luces, al orden de las cosas que entran en contacto con su cuerpo y el perro expectante, ha mirado el conejo unos instantes y el tiempo se ha suspendido justo lo suficiente para que usted decida que se pondrá el sweater de todas formas porque es abrigado y el vidrio está empañado y sobretodo, y esta es la verdadera razón, porque no tiene ganas de abrir la puerta del armario, animar con el ruido el repentino juego del perro que comenzará a saltar otra vez y abandonará el lugar que le corresponde, pensar en colores y formas y pasearse por la masa de lanas que lo espera dentro para sacar luego otro sweater que tal vez le pique como este o tenga otro defecto más condenable como algún agujero en un lugar demasiado visible o alguna mancha de café, porque usted suele, y este es un defecto del que no se curará nunca, echarse encima todo aquello que se lleva a la boca cuando está distraído.

Entonces el conejo es sacudido y si en verdad fuera un conejo gritaría de espanto pero como no lo es, se mantiene callado y es observado por la criatura desde el piso, y usted se lo pasa por el cuello lentamente como queriendo demorar ese instante poco dichoso en que todas sus sospechas serán confirmadas y entonces lo siente, punzante y pequeño, como miles de pestañas filosas clavándose en su nuca, la etiqueta que olvida cortar cada vez y que se está clavando de nuevo en su piel, mientras el perro que no lo quiere, como puede quererlo si desconoce el dolor al que usted está siendo sometido, la tortura que lo acompañará durante todo el día, se estira, acompañando los movimientos de la prenda sobre su piel, como si él también se uniera a la denigrante tarea de la etiqueta.

Usted no previó que el vidrio empañado de la ventana se debía a un excesivo calor en el interior de su cuarto y no al terrible frío que usted imaginaba, por eso agregó al insidioso sweater un saco negro, pesado y espeso que lo cubre sin porosidades y una boina que, siempre lo ha pensado, le da un aire elegante y sofisticado, como a esos hombres simples que esconden una fortuna en alguna parte y mientras, viven una vida ascética que los libra de sospechas excepto por ese detalle ignomioso que los delata a los ojos de los buenos observadores; claro está, usted no posee ninguna fortuna escondida en ninguna parte, a pesar de que nada le falta pero le gusta despertar sospechas acerca de sí mismo así que se acomoda la boina con delicadeza frente al espejo y sale a través de una explosión de saltos y gritos de ese perro hipócrita, que cumple con su deber de animal domesticado (los festejos correspondientes a las entradas y salidas son su tarea diaria y las cumple con precisión para no alterar el orden de su existencia).


Usted intenta no pisar a la criatura y toma sus llaves y cierra la puerta buscando algo en el bolsillo del saco no sin antes notar que el rectángulo de sol se ha desplazado con el correr del tiempo y se ha convertido casi en una línea pequeña de luz, fina e inútil para dar calor al grueso cuerpo del animal que si se posara ahora sobre él quedaría partido en dos secciones, dos sombras divididas por una gruesa línea caliente, como usted hace un rato cuando cruzó el umbral del sueño y se despertó agitado luego de otra noche colmada de pesadillas irreproducibles y se halló de nuevo en la quietud de su cuarto de siempre, rodeado de objetos inmóviles y de ese perro al que no quiere.


Usted podría jurar que en sus sueños había un automóvil y usted conducía huyendo hacia alguna parte o que alguien conducía un automóvil y usted estaba sentado detrás preguntándose adónde se dirigían, no puede confirmar ninguna de estas hipótesis mientras baja por el ascensor, los sueños se le deshilvanan y se le escapan dejándole esa sensación punzante que deja la arena en la punta de los dedos segundos antes de regresar a la playa.


Cuando usted cruzó el largo pasillo hace instantes se alegró de ser tan precavido mientras en sus oídos sonaba todavía el ruido del motor del sueño licuescente y subió el cuello tortuga del sweater o mas bien quiso justificar el dolor que estaba sintiendo con el frío de los mármoles que lo conducían a la calle pero al llegar a la puerta tuvo usted que borrar todos los pensamientos que estaba desarrollando ya que lo recibió un aire cálido y esa pareja de enamorados que pasó frente a usted sin notarlo tomados de la mano en mangas cortas.


Tuvo usted entonces un extraño pensamiento acerca de su perro quien desconocía lo que acaba usted de descubrir acerca del clima y pensó que si hubiera cariño entre ustedes tal vez lo llevaría a hacer su número de siempre a otra parte en vez de dejarlo luchando por esa porción de sol que ya a esta altura según sus cálculos debe ser sólo un reflejo en la pared, inútil para sus dimensiones, pero como no se quieren, usted está aquí, saliendo solo, demasiado abrigado para un día como hoy, con la etiqueta advirtiéndole lo mal que lo ha pensado todo desde que despertó, desde que cruzó esa línea de fuego tan diferente a ésta que cruza ahora para regresar a la vereda en penumbras, justo cuando un auto que usted, de eso está seguro, no conduce, un auto brillante como el rectángulo de sol esquivo de su cuarto, lo levanta en el aire como al conejo y usted siente esa sensación parecida a la felicidad, su cuerpo pesado suspendido por un instante para luego ser depositado con brusquedad en la sombra de la vereda opuesta, dispuesto boca abajo tal como debe estar su perro ahora, abandonado por el sol, esperando su vuelta.

viernes, 24 de octubre de 2008

Limbo

el borde del vestido
y los pies que cuelgan
y el borde del vestido
que anochece
cae
lo que no se suelta
del borde
del vestido

martes, 30 de septiembre de 2008

jueves, 25 de septiembre de 2008

Sin

cuajada el corte filoso
fuera es confuso
quirúrgica cascada
que sin corazón no brota
pierde alegoría
razones de más adentro
alrededor espejismos

viernes, 19 de septiembre de 2008

Alé

y lo han dejado en un
lugar solo
en una casa con pasillo
en extremo silenciosa
llena de carpetitas bordadas
a él, que se quema en el aire
solo con otros en la mesa
pidiendo piel de pollo

Dos cuartos

Alguien se había muerto. Entre las persianas entreabiertas de la ventana que da al patio se escuchaban los murmullos. Irene se sentó en la cama, aturdida todavía por el sueño oscuro que había tenido y quizo escuchar los detalles. Alguien se había muerto. Escuchó la voz de su madre y sintió un alivio. Las otras voces no las distinguía, tal vez Mariana, tal vez la voz de hombre era la de Raúl, el vecino que hacía tanto tiempo esperaba de ella una respuesta; y había más, pero hablaban bajito y el murmullo era indescifrable. Bajaban la voz para respetar al muerto. Los ruidos pertenecen al mundo de los vivos y era preciso adaptarse al cambio.

Irene descubrió, luego de un meticuloso seguimiento de las voces en el espacio, que el muerto estaba en el cuarto de al lado. Las voces desaparecían ahí cada vez. Irene tocó la pared que la separaba de lo siniestro. Se preguntó quién sería y luego pensó que no era del todo correcto preguntarse quién era, porque los muertos ya no son, pero éste estaba tan cerca, que casi podia sentir la inmovilidad pegajosa del otro lado, entonces quitó la mano de la pared con algo de repugnancia y miró alrededor para no marearse cuando en seguida advirtió algunos cambios. Su cuarto estaba lleno de flores. De seguro estaban guardando ahí las flores del muerto para luego pasarlas al otro cuarto en el momento oportuno. Las habían ubicado ahí durante la noche y ella, con ese sueño pesado que su madre siempre le criticaba, no se había dado cuenta del movimiento a su alrededor.

Irene notó también que su cama exhibía una rigidez rigurosa, como si ella no hubiese dormido ahí toda la noche y no hubiese soñado lo que soñó: que un hombre sin rostro, de espaldas, encorvado, la llevaba lentamente en una bicicleta. Ella le preguntaba, como se preguntaba ahora, quién había muerto y el hombre le contestaba sin darse vuelta que no podía recordarlo. Y así seguían, en silencio, cuando la despertaron los murmullos.

Irene vio también, y esto la sorprendió más que ninguna otra cosa, un gran crucifico colgado sobre la cabecera de su cama, ahora casi junto a su cabeza. Tal vez la tía Marita, tan religiosa, asustada por la cercanía de la muerte, había entrado por la noche como los otros, aprovechando la entrada de los otros, los de las flores y lo había puesto ahí para que la protegiera, sabiendo que si Irene la veía se habría enojado mucho porque nunca le habían gustado las supersticiones y se había criado lejos de los rezos y las iglesias.

Su cuarto, entonces, le pareció más pequeño entre tantos objetos extraños, y deseó que le llevaran de una vez al que habitaba el cuarto de al lado todas sus frusilerías.

Entonces escuchó una plegaria monótona y triste que venía de afuera.Las voces, antes dispersas, se habían unificado en una masa firme que le pedía protección y salvación al alma del que se había ido. Irene supo entonces que el muerto, era en realidad una muerta. Los visitantes se referían a ella en un femenino respetuoso y ese pequeño descubrimento la horrorizó. Una mujer como ella, una niña todavia, estaba del otro lado siendo despedida. Pensó en los dos espacios contiguos, uno lleno de nerviosa expectación, el otro sepultado de confirmaciones, ambos silenciosos y ordenados y habitados por cuerpos del mismo género, uno ardiendo de incertidumbre, el otro inmóvil y en silencio.

Irene, abrumada por el peso de la muerte tan cercana, se acostó boca arriba de nuevo, en esa cama de sábanas con olor a apresto y comenzó a adormecerse.

Entonces ocurrió algo inesperado: Raúl, el vecino, entró al cuarto con la cabeza gacha, sin tocar la puerta y se arrodilló al borde de su cama. Irene tuvo que contener la risa por lo insólito del gesto, burlarse así de la muerte no estaba nada bien y casi se incorpora para replicarle a Raúl no haber tocado la puerta antes de entrar, cuando algo en su rostro la detuvo. Raúl lloraba. Lloraba tanto que le temblaban los labios y con una uña rasguñaba despacito el borde de su cama.

Irene, perpleja, hizo silencio y se quedó lo más quieta posible, esperando una explicación. Vio cómo las puertas de su habitación se abrían de par en par, vio a la pequeña multitud de afuera avanzar en silencio y vio como el espacio entero, atestado de flores sin olor, se llenaba de una luz tan blanca que le hacía cerrar los ojos. Entonces pensó en el cuarto de al lado, vacío y oscuro, sin muerta y en el suyo, luminoso, florido y lleno de lamentaciones.


Dominicana, Agosto del 2008

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Escaleras


La casa nueva tiene escaleras.
-Pero a mi me dan miedo las escaleras-
La escalera del castillo de Ramón (y los títeres debajo y el misterio del cuarto de arriba), la escalera del Tigre al aire libre en donde nunca me senté y la otra, la del muelle, en donde un niño se cortó el pie (yo no lo vi, no estaba ahí). La pequeña pelota roja que cae por los escalones en la película (al final de la escalera está la muerte y una silla de ruedas vacía), la escalera de Milagros que desapareció cuando nos fuimos, las escaleras del colegio, marmol, frío, lugar absoluto para mirar pasar el tiempo, escalera viva y el piso de arriba que siempre era un misterio (y era verde agua como todos después), la escalera de granito negro de casa con oscuridad arriba, nada arriba, nada más allá, la escalera curva que va a la terraza (último escalón más ancho y una pequeña puerta de chapa oxidada que da al cielo), las pequeñas escaleras de la infancia, cortas, madera y un entrepiso arriba con el techo demasiado bajo, la escalera de hierro amurada (si alguna vez cae, pensarlo cada vez), la escalera de J. en donde vive su abuelo muerto (yo lo oí y me dijo que los zapatos le apretaban), la escalera del desorden, cassettes apilados, cables y la Venus de Milo al final, sin brazos para treparse.

uno

es preciso
quitarse la arena de encima

porque

TODAS LAS ARENAS SON MOVEDIZAS