viernes, 11 de diciembre de 2009

Cobarde


Había que eliminar todo rastro de su paso por el campo. Darle a los perros sus sandalias, desacomodar las flores del salón. La enumeración le dio vértigo.
Elio se paró en el borde de la pileta y se dio cuenta en seguida de que no tendría el carácter suficiente.
El abismo de la corrida le había dado ánimos pero una vez ahí, la sensación profunda del celeste, las flores crecidas en el borde, sobre todo las flores (ella arrancando lastimosamente, ella acomodando con delicadeza en el medio de la sala, ella y el perfume espeso, el mareo de su perfume), lo habían detenido.

Matarla había sido fácil. Un palo, una soga, un borde como éste. Matarla había sido cálido. La remera empapada por el triunfo, las manos manchadas, victoriosas.
Hacerla desaparecer, no era lo mismo.
Elio se sentó en la escalerita como una niña y vio los dibujos aciagos que sus movimientos hacían en la superficie, la tensión de sus piernas, el desaliño.
Hacerla desaparecer.
Darle su ropa a alguna vecina para verla pasar todos los días por el camino de tierra como un espectro, apagarle la voz a la mañana (cómo se hace para apagarle la voz) y qué hacer sobre todo con sus papeles, sus cartas, sus cuadernos, pensar en su letra le causaba espanto, prolija, pausada, invadiendo el blanco con ahogo de hormiga.
Aún si lo quemara todo, su voz (cómo se hace), burlándose por milésima vez de su debilidad ("demasiado fría, demasiado fría, eres un cobarde").

Elio se mojó las manos y pensó en esa otra gente que acaba haciéndolo desaparecer todo de un salto. Una vez ahí adentro el mundo se les reordena de manera prodigiosa y el silencio del fondo, sin chicharras ni voces (sin la voz de ella que no se apaga, que sigue empujándolo hacia adentro) los obliga a la sonrisa.
Elio se detuvo un instante antes de comenzar el lento descenso y miró las flores crecidas de los bordes. Acaso debía quemar también las flores o el campo entero (cómo quemar el latido de sus movimientos que están ahí todavía, el oro en el borde de las sillas espera sus dedos finos, las sombras se estiran para alcanzar sus apretados pasos por el corredor).

Elio contuvo la respiración, sintió la risa ("pareces un espantapájaros") y sin hacerle caso se deslizó hacia abajo.

Elio pensó entonces que también él, era valiente como los otros, que podría hacerlo, pero el agua, las agujas del agua escribiéndole la piel con delicadeza ("demasiado fría, demasiado fría, eres un cobarde, siempre lo has sido").


Carbó 2008