jueves, 14 de mayo de 2009

Desorden


"Se murió", dice Andrés, y todos se quedan quietos. "Se murió", repite. Y yo, que me muevo tanto, que he subido y bajado estas escaleras mil veces (se dice mil pero es un número incierto), me quedo tan quieta como el resto.

Aquí estoy, escuchando las palabras de Andrés como si no significaran nada. Pero él dice "se murió" y éstas palabras, a diferencia de otras, llaman a la inmovilidad, a la imitación del cuerpo muerto.

Entonces nos quedamos quietos y nadie mira el cuerpo desarmado, casi como si fuera una broma. Todos lo miramos a Andrés, el que ha dicho, y yo pienso, como lo he pensado mil veces (se dice mil pero es un número incierto), lo que pasa en una casa cuando llega la muerte: qué se hace con el cuerpo o más exactamente qué se hace con la inmensidad de ese cuerpo en el medio de la sala, (porque la muerte sopla los cuerpos desde adentro y los hincha como velas para llevarlos al otro lado), en dónde esconderlo, cómo hacer para reestablecer el orden .


Leticia ha empezado a llorar, o hace tiempo ya que llora pero yo no me he dado cuenta pensando en el cuerpo.

Ella ha estado pensando, durante el mismo tiempo que me tomó a mí preguntarme estas cosas, en las últimas vacaciones en la costa, en cómo caminaban junto al mar o más exactamente, en cómo se sentía tomar su mano. Leticia ha estado pensando en la mano del muerto, un pensamiento no tan diferente del mío pero más fragmentario. Y ahora, recién, viendo que Leticia lo mira como yo lo he mirado mil veces (se dice mil pero el número es incierto), ahora, me he dado cuenta lo desdichados que somos, nosotros tres entre todas las personas de este mundo, porque ahí está, frente a nosotros, un desorden de huesos al pie de la escalera.

Segundos antes había gritado desde arriba que la casa era fabulosa, que debiamos jugar a las escondidas y yo me reí, porque esconderme en mi propia casa era justo la razón por la que la había comprado, y grité hacia arriba que empezara a contar, que nosotros nos esconderíamos en la planta baja y escuché: uno, dos, tres, cuatro... pero no me escondí, me quedé mirando nuestra parodia absurda, tan lejos ya de la niñez, gente como nosotros, casi alcanzando la soledad del mundo y ahora el cuerpo me toca la punta de los pies.


Y Andrés dice algo más, pero ya nadie lo oye. Algo ha cambiado en su voz desde la última vez que habló, la voz le sale atravesada por el desorden, empapada de conciencia, que pesa como mil almas (se dice mil pero es un número incierto). Su voz viene ahora desde más adentro de su cuerpo adonde los oídos no llegan.


Leticia se ha arrodillado junto al muerto y grita su nombre. Así le digo: “el muerto” porque qué sentido tiene ahora que lo nombren, cuando su nombre ya no significa nada, palabra vacía (palabra sin cuerpo detrás).

Leticia le toma la mano tal vez intentando sentir lo mismo que antes pero ya no es lo mismo, luego del abrupto descenso este desorden (es notable como el reloj caído y las flores dan al conjunto un nuevo orden que ya no es de este mundo) indica que el muerto, y así le digo a aquel que fue mi amigo, y que hace instantes contó los segundos que le faltaban para descender al infierno de la sala, ya no está aquí, su presencia, su nombre, su mano, su deliberada geometría, es sólo un guiño, un recordatorio violento de que aquí estaba. Así que levanto a Leticia, la tomo yo también de la mano para apartarla del cuerpo , para traerla de nuevo al orden de los vivos y luego la suelto, subo las escaleras, haciendo el camino a la inversa ante la mirada atenta de todos, que siguen al cuerpo que se ha movido, el mío y busco el teléfono para marcar los números de quienes saben con certeza qué hacer, de quienes saben mejor que nosotros que no sabemos, que somos como niños, que no hemos podido y miro hacia abajo, la nueva disposición, el garabato en el centro, y los alfiles a los costados y las flores y el reloj y el tiempo, el nuevo tiempo que no se ha detenido.


Dominicana, 14 de mayo.