domingo, 4 de septiembre de 2011

domingo, 21 de agosto de 2011

Capítulo uno



Empieza con una foto. La foto es una polaroid. Una pequeña imagen encerrada en un marco blanco. Delgado en los bordes, inmenso arriba y abajo para establecer la horizontalidad. En la foto hay elefantes, gente y casas rodantes. Es verano. Es mediodía. Estamos en un circo.
La foto presenta tres planos o dimensiones. En el primer plano de la foto, en el frente, estoy yo. Tengo las manos unidas como si esperara a alguien y el pelo recogido. Frondoso. Miro hacia algo que no se ve. Algo que excede los límites de la fotografía. Algo afuera. Algo en el borde blanco. Llevo puesta una camiseta casi del color del cielo. Definitivamente del color del cielo. También, unos jardineros de jean y unas zapatillas rojas. Los colores que llevo en mi ropa se repetirán luego en cada uno de los planos de la fotografía como si alguien hubiera pintado este rectángulo con conciencia. Los colores me hacen pertenecer a este mundo instantáneo. La ropa de todos los que aparecemos, las casas rodantes, el cielo, son elementos que construyen un todo armónico que ha sido pensado con minucioso detenimiento.
Mi mirada se dispara en diagonal. Le doy la espalda a mi madre y a los elefantes. Casi no tengo sombra. Casi no tengo miedo. Lo desconozco todo, estoy esperando.
En segundo plano está mi madre. Sostiene en brazos a mi hermano pequeño y está ligeramente corrida del centro, representado por un hombre amarillo que no nos mira y algo más indistinguible al fondo, algo que lo refuerza, el sol de la fotografía.
Mi madre mira también hacia algo que está afuera pero en dirección opuesta a la mía, sigue la dirección de los elefantes, hacia la otra diagonal y por encima de mi cabeza porque, claro está, es más alta que yo, es mi madre.
Entre las dos encerramos con la mirada a quien mira la foto, lo abrazamos cada una de un lado para que se quede ahí, quieto. Y al mismo tiempo nos evadimos de quien la toma, nos escapamos de su red fría.
El juez es mi hermano. Desde su altura intermedia, elevado lo suficiente para poder ser visto pero no tanto como para interrumpir a mi madre, mira hacia el frente, hacia nosotros, nos mira. Y descubre a quien ha tomado la fotografía, lo pone en evidencia, sólo él sabe quién es (quién más estaba ahí?) Yo nunca lo sabré. Su mirada es una flecha que atraviesa el espacio cruzado que han establecido nuestras miradas femeninas, las de mi madre y la mía y determina una dirección más íntima, más valiente. Paradójicamente uno de los elefantes que está detrás de él, lo imita. Con timidez gira la cabeza sólo un poco y quiebra la línea que han formado sus compañeros. Mi hermano y su elefante han decidido saber quién ha sido el culpable de detener el curso del mundo.
En el último plano inmensos se yerguen cuatro elefantes con sus irreales trompas. El elefante de mi hermano y tres más que tal vez nos pertenezcan a cada uno de nosotros.
La fila de elefantes aparece encerrada por delante por escasos espectadores que responden a un orden lógico que se les ha asignado dentro de esta pequeña sociedad congelada.
Por detrás, una reja baja y luego una hilera de casas rodantes estacionadas. Los elefantes, claro está, no son libres. Están parados de forma increíble sobre pequeños podios que apenas los sostienen. Pliegan sus pieles y resisten. Hacen silencio. Sopla apenas una brisa caliente que les devuelve la memoria. Tienen tal vez los ojos cerrados. Es mediodía.
Un hombre abatido, como si fuera parte del silencioso ejército, con los brazos a los lados, aparece sentado en el mismo pedestal que uno de los elefantes. Es mi padre. Está desnudo como ellos pero su piel es blanca. Se ha quitado la camiseta y aparece con la cabeza gacha, rendido bajo la escasa sombra que le brinda el cuerpo del pesado animal. El público a su alrededor forma el grupo más numeroso, acaso atraído por el doble espectáculo.
Si mi padre levantara la cabeza, por la disposición de su cuerpo, miraría en la misma dirección que yo. Miraría lo mismo que yo. Si se levantara de pronto, podría cargar al animal sobre sus hombros y liberarlo de sus ajenas obligaciones. Pero no mira, ni se levanta. Es una repetición a escala de mi cuerpo, una flor marchita que ha soltado los brazos y se ha rendido, ya no espera como yo y no quiere mirar y no quiere saber. Mi padre elefante.

jueves, 27 de enero de 2011


Había un nene. Se escuchaba, entre la música, un nene. El nene decía: "Se salió por ahí" y decía: "Hay un azul". Eso decía. Y había alguien que hablaba con el nene. El nene, claro está, no hablaba solo. Pero la otra voz. Se estiraba y estiraba y no llegaba a alcanzarla. Movía apenas las delgadas piernas, las palabras rozando el borde de su cuerpo, pero no. A veces era mujer, otras hombre pero no era nada en realidad. Apenas una ondulación del aire, un verdor como esos que se forman en los bordes de las cosas húmedas. Apenas, otra voz. Y los grillos ¿Siempre era de noche? No. No siempre. A veces se callaban los grillos. El nene no. El nene hablaba mucho. Gritaba, corría. El nene decía: "Cumplo los viernes de mayo" y decía: "Primero lo primero" y a veces hacía un chasquido con las manos o los pies. Parecía que bailaba. Seguro bailaba. Los pies desnudos despegándose mojados de las baldosas de la galería. Porque había una galería. Le daba el sol por las tardes y estiraba las formas de las sillas de mimbre. Se volvían delgadas como insectos. Se estiraban hasta desaparecer.
Ahí se sentaban los hombres a mirar al nene, a mirar el pozo casi ya tapado por las malezas y las sombras.

El nene tenía los pies mojados pero no porque lloviera. A lo mejor un río cerca. Un tanque en donde refrescarse. Eso.
El nene corría como un loco por la galería salpicándolo todo. El nene era un animal desbocado. - ¿Cuándo va a venir? -. El molino daba vueltas, salían disparados los pájaros. Caía el agua helada sobre el verde crecido. El nene festejaba el movimiento. Pataleaba en el piso. Todo eso y nada. ¿Cuántos días habían pasado? Todavía era verano. El verde crecido juntaba bichos. Se iba cerrando sobre la boca del pozo. Y ellos afuera, en la luz, en el agua, en la galería. Ellos sabían que él estaba ahí.

Al principio se pasaba el día entero a los gritos. En el pueblo sabía cantar y tenía una voz preciosa o al menos eso le decían ¿Era cantor? Ya no se acordaba. Lo que sí se acordaba era de las mariposas que salían de los postigos de su ventana cada mañana, cuando lo saludaba el alba, escondidas en un sueño de negrura y madera. Así como él ahora. Buen día. Y luego el agua de pozo fresca en la cara quitándolo del sueño. Se aclaraba la garganta y en seguida sin darse cuenta empezaba a cantar. Cantaba cuando iba andando por los caminos entre la maleza. Le sudaba la espalda bajo el sol. El machete en la mano partiendo el calor en dos lo volvía poderoso. A veces un campo entero se rendía ante el vuelo de su brazo. Era verano como ahora. Era libre. Era un hombre todavía. Un hombre que cantaba.
Había buscado el machete los primeros días ¿Estaba ahí con él? ¿Quién más estaba ahí? ¿Había mariposas guardadas en el pozo esperando la luz? ¿La señal del día?
Había un nene. Eso sí había. No estaba con él en el pozo. Estaba afuera y agitaba sus alas por todas partes a modo de protesta. - ¿Cuándo va a venir? -
Una vez, lo sintió cerca del borde y lo quiso llamar, decirle: Buen día, estoy acá, soy un hombre, sacame de acá. Pero no le salió la voz. Se agitó un poco, movió su estrechez golpeándola contra los bordes de tierra como un murciélago enredado en su tela. Levantó una nube de polvo. El nene se asustó. - Está vivo! Está vivo! - salió gritando y - Shhhhhh! - le dijeron en seguida, no sé si un hombre o qué, eso que estaba afuera sentado en la silla de mimbre de la galería.
Se estiró de nuevo. No alcanzaba. Era tán frágil ahora. Por suerte estaba la música y podía cerrar los ojos y ver la luz, el camino de tierra, los pastos altos esperando el vuelo de su brazo.

- Tiene alas - dice el nene y - me dió un susto tremendo -

Carbó, Enero 2011

domingo, 16 de enero de 2011