domingo, 21 de agosto de 2011

Capítulo uno



Empieza con una foto. La foto es una polaroid. Una pequeña imagen encerrada en un marco blanco. Delgado en los bordes, inmenso arriba y abajo para establecer la horizontalidad. En la foto hay elefantes, gente y casas rodantes. Es verano. Es mediodía. Estamos en un circo.
La foto presenta tres planos o dimensiones. En el primer plano de la foto, en el frente, estoy yo. Tengo las manos unidas como si esperara a alguien y el pelo recogido. Frondoso. Miro hacia algo que no se ve. Algo que excede los límites de la fotografía. Algo afuera. Algo en el borde blanco. Llevo puesta una camiseta casi del color del cielo. Definitivamente del color del cielo. También, unos jardineros de jean y unas zapatillas rojas. Los colores que llevo en mi ropa se repetirán luego en cada uno de los planos de la fotografía como si alguien hubiera pintado este rectángulo con conciencia. Los colores me hacen pertenecer a este mundo instantáneo. La ropa de todos los que aparecemos, las casas rodantes, el cielo, son elementos que construyen un todo armónico que ha sido pensado con minucioso detenimiento.
Mi mirada se dispara en diagonal. Le doy la espalda a mi madre y a los elefantes. Casi no tengo sombra. Casi no tengo miedo. Lo desconozco todo, estoy esperando.
En segundo plano está mi madre. Sostiene en brazos a mi hermano pequeño y está ligeramente corrida del centro, representado por un hombre amarillo que no nos mira y algo más indistinguible al fondo, algo que lo refuerza, el sol de la fotografía.
Mi madre mira también hacia algo que está afuera pero en dirección opuesta a la mía, sigue la dirección de los elefantes, hacia la otra diagonal y por encima de mi cabeza porque, claro está, es más alta que yo, es mi madre.
Entre las dos encerramos con la mirada a quien mira la foto, lo abrazamos cada una de un lado para que se quede ahí, quieto. Y al mismo tiempo nos evadimos de quien la toma, nos escapamos de su red fría.
El juez es mi hermano. Desde su altura intermedia, elevado lo suficiente para poder ser visto pero no tanto como para interrumpir a mi madre, mira hacia el frente, hacia nosotros, nos mira. Y descubre a quien ha tomado la fotografía, lo pone en evidencia, sólo él sabe quién es (quién más estaba ahí?) Yo nunca lo sabré. Su mirada es una flecha que atraviesa el espacio cruzado que han establecido nuestras miradas femeninas, las de mi madre y la mía y determina una dirección más íntima, más valiente. Paradójicamente uno de los elefantes que está detrás de él, lo imita. Con timidez gira la cabeza sólo un poco y quiebra la línea que han formado sus compañeros. Mi hermano y su elefante han decidido saber quién ha sido el culpable de detener el curso del mundo.
En el último plano inmensos se yerguen cuatro elefantes con sus irreales trompas. El elefante de mi hermano y tres más que tal vez nos pertenezcan a cada uno de nosotros.
La fila de elefantes aparece encerrada por delante por escasos espectadores que responden a un orden lógico que se les ha asignado dentro de esta pequeña sociedad congelada.
Por detrás, una reja baja y luego una hilera de casas rodantes estacionadas. Los elefantes, claro está, no son libres. Están parados de forma increíble sobre pequeños podios que apenas los sostienen. Pliegan sus pieles y resisten. Hacen silencio. Sopla apenas una brisa caliente que les devuelve la memoria. Tienen tal vez los ojos cerrados. Es mediodía.
Un hombre abatido, como si fuera parte del silencioso ejército, con los brazos a los lados, aparece sentado en el mismo pedestal que uno de los elefantes. Es mi padre. Está desnudo como ellos pero su piel es blanca. Se ha quitado la camiseta y aparece con la cabeza gacha, rendido bajo la escasa sombra que le brinda el cuerpo del pesado animal. El público a su alrededor forma el grupo más numeroso, acaso atraído por el doble espectáculo.
Si mi padre levantara la cabeza, por la disposición de su cuerpo, miraría en la misma dirección que yo. Miraría lo mismo que yo. Si se levantara de pronto, podría cargar al animal sobre sus hombros y liberarlo de sus ajenas obligaciones. Pero no mira, ni se levanta. Es una repetición a escala de mi cuerpo, una flor marchita que ha soltado los brazos y se ha rendido, ya no espera como yo y no quiere mirar y no quiere saber. Mi padre elefante.

No hay comentarios: